Si se analiza la filmografía de Paolo Agazzi se puede
encontrar que la carrera del cineasta ítalo-boliviano va decrescendo. Va desde
una obra espléndida como Mi Socio, hasta el bodrio de El Atraco y la simplista,
“chistefácil” e “integradora” de Sena Quina. En la mitad de la carrera de
Agazzi se sitúa “El día que murió el silencio” que no es mala pero tampoco es
magnífica. Es un sí pero no. “Es una buena película pero hasta ahí”.
El día que murió el silencio es una película que te va
mostrando esa transición que nadie quiere con sus obras, el decaimiento
silencioso. Donde todo parece estar bien, entra el autoengaño sobre lo que
producimos. Pasa que cuando tomamos como referente el producto preliminar,
decimos que es “obvio que vamos a hacer algo mejor que el anterior”; y ahí es
cuando nos tendemos la trampa y es a la que estamos expuestos todos.
La película se trata de la historia de un
empresario/comunicador, Abelardo, que llega a Villaserena, un pueblo que no
tiene electricidad y que tampoco conoce la radiodifusión. Acogido, con cierta
astucia, por el cura y por el corregidor instala cuatro parlantes para la
difusión de Radio Nobleza. El pueblo deja de estar en silencio pero poco a poco
surgen problemas que culminan en una turba enojada con Abelardo y con la radio
que se convirtió en indeseado en el pueblo. La historia es narrada por don
Oscar, un escritor solitario que a su vez se nutre de estos problemas para la
elaboración de su escrito.
Dentro del film se puede ver que existen fallas de
consideración tanto de iluminación y diálogos, como de actuación. Para el ojo
común del espectador, que sólo busca entretenimiento, estos problemas pasan
desapercibidos. Pero si se lo ve a detalle son pues insultos incluso al sentido
común.
Empezando por iluminación, escogí dos casos para ver que
esta área esta muy descuidada. Cuando Abelardo se dispone a encender un
cigarrillo, el fuego ilumina el dorso de su mano y toda su cara, siendo esto físicamente
imposible, ya que el fósforo se encuentra rodeado por la palma de este y de
alguna manera sólo alumbraría a parte de su cara. Otra, es cuando él mismo sale
al balcón y se puede ver que la iluminación de su habitación va de arriba hacia
abajo, siendo esto, nuevamente, imposible porque el pueblo no tenía
electricidad y lo lógico es el uso de velas para la iluminación.
Ahora, los diálogos. Las conversaciones que se escuchan a
momentos son desequilibradas, porque se pretende dar ese toque coloquial y en
otros momentos los personajes hablan como si se tratase de una telenovela
mexicana. Se puede ver que los diálogos sufren desniveles y combinaciones
chocantes – y ojo que en ningún pueblo hablan de esa manera –. Y también
existen descuidos en pronunciaciones y el correcto uso del lenguaje.
Y por último la actuación. Es a momentos desprolija por
parte de los personajes secundarios y de los extras. Hay sobreactuaciones que
dejan a uno realmente incómodo. Muchos de éstos no saben moverse frente a
cámaras. Y no podía faltar Giovanna Chávez que no tiene pasta de actriz, es una
cara bonita y nada más – aunque esta vez sin el maquillaje horrendo con el cual
suele estar –.
Esta película que personalmente esperé verla por muchos años
me dejó satisfecho, pero tampoco totalmente maravillado. Parece que si queremos
ver cine nacional tendremos que ir hacia atrás, hay más trabajo en anteriores
films que en los actuales. Estas películas están sobreviviendo el paso del
tiempo, pero no por que sean exquisitas sino porque ahora se hacen mala
películas. Películas como Wara Wara, Mi Socio, La Nación Clandestina o
Chuquiago son películas vintage. ¿Podremos reinventar el cine nacional y bajar
del podio a estos monstruos del espectro nacional?
(Esta crítica fue parte de una tarea de la materia de
Redacción II de la carrera de Comunicación Social-UMSA)